Volvemos a ponernos en marcha después del merecido descanso veraniego. Retomamos fuerzas, ultimamos nuestros proyectos, pescamos algún que otro sueño con el deseo de que se haga realidad, y continuamos el camino. Dios nos mueve. Nos empuja el deseo de buscarlo, amarlo y servirlo. Con Él se nos asegura un curso fecundo, feliz... En esta barquilla en la que nuevamente nos echamos al mar volvemos a izar la bandera del Evangelio.
Nada más empezar nuestra marcha experimentamos que no vamos solos. Son muchas las personas que dependen de nosotros, muchos los grupos a los que pertenecemos y que también nos configuran. Caminamos en Iglesia. Haciendo pueblo. Pero también en familia. En la comunidad cristiana con la que compartimos. Caminamos con compañeros de trabajo, con vecinos... incluso con montones de desconocidos a los que debemos amabilidad. Y aún más: Dios se cuela en nuestra travesía y camina con nosotros. O mejor dicho: son los demás, los que nos acompañan, los que caminan en Su nombre. ¡Todos andamos en el nombre de Dios! ¡Y Él en medio de nosotros!
¿Y si en esta aventura que comienza tuviésemos los ojos bien abiertos para reconocerle? No sólo en quienes su presencia parece evidente, sino también en los que no nos traen precisamente buen recuerdo de Él... Dios, en medio de nosotros, con infinitos rostros humanos.
Y en nosotros amor. ¿Acaso puede existir mejor instrumento para relacionarnos con Él? Amar a Dios y a los hombres; amar en los hombres a Dios. Notar agradecidos que todos somos templos vivos, lugares de encuentro y alabanza, presencia misteriosa de Dios. Lenguaje, Palabra suya tan clara como indescifrable. Amar, que nunca es suficiente.
Ante el curso que estrenamos, cuando nuestra barquilla vuelve a surcar el mar, renovamos el deseo profundo de que sea Él, su Presencia, su Nombre, el que nos empuje y mueva en nuestra travesía.
Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
Ez 33, 7-9
Sal 94
Rom 13, 8-10
Mt 18, 15-20
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