"PADRE MISERICORDIOSO"
Del pasaje del Hijo Pródigo que este Domingo IV de Cuaresma tenemos en el Evangelio da la Eucaristía hay varias cosas que me resultan fascinantes.
PRIMERA: No debería ser conocida como se la llama, el Hijo Pródigo, porque el foco de la parábola está en otro sitio: en el Padre misericordioso y en cómo trata a los dos hijos, al Menor, al pródigo y algo canalla, pero que se muestra al final como capaz de pedir perdón y de acoger ese perdón; y en cómo trata al Mayor, que se resiste a la compasión de tan centrado como está en sí mismo, en sus rencores y en su propia situación. Y a ambos desde la misericordia, el perdón y el amor y la ternura entrañable que siente un Padre por sus hijos.
SEGUNDA: Al ser una parábola, y como tal arquetípica, tiene la capacidad de hacer que nos reconozcamos en las actitudes de los Hijos y, ojalá, también en la del Padre. Todos somos un poco Hijo Menor: nos escapamos, la liamos, somos injustos y egoístas, nos damos a la “mala vida”, caemos en tentaciones, buscamos superficialidades y placeres vacíos... y nos damos cuenta de lo estúpidos que hemos sido al vivir así cuando nuestra vida se seca y nos miramos al espejo pensando “cómo hemos llegado hasta aquí...”.
Pero también nos reconocemos en el Hijo Mayor, rencorosos, con falta de compasión, más centrados en nosotros mismos, justicieros con quienes actúan mal y han causado daño por sus caprichos o desmanes, incapaces de perdonar o de creer que las personas pueden cambiar por más desalmados que hayan sido, centrados en nuestras propias necesidades, en el “y yo qué...”, algo que revela que en nuestro interior hay mucho que sanar también.
TERCERO: Me impresiona que el Hijo Menor tiene que hacer su propio proceso de reconocerse miserable, de pedir perdón a su Padre y en un cierto grado también de perdonarse a sí mismo. Para acoger el perdón hay un movimiento interno psicológico de cada ser humano que necesita perdonarse a sí mismo, reconocerse en humildad como pecador. Aunque parezca una paradoja, para poder ser perdonado, necesita uno perdonarse a sí mismo. Desde luego reconocer el daño causado, pero también reconocerse dañado uno mismo por el propio pecado. Santo Tomás repite varias veces que el primero que sufre las consecuencias del pecado es el propio pecador, y de ahí nace también esa necesidad de autoperdón, en la comprensión que “cometemos” pecados, pero que nuestra identidad es otra que necesita ser restablecida, reparada, y eso pasa por el reconocimiento en humildad de los daños cometidos. El Hijo Menor hace todo un proceso de autoconocimiento que pasa por la humildad, por reconocerse, por aceptar lo hecho, y no quedarse ahí, sino querer retomar el camino de vuelta a casa.
CUARTO: No termina de contarnos la parábola si el Hijo Mayores capaz de hacer su propio camino, si a cuenta de lo que el Padre le dice, hace su propio proceso de perdón -y autoperdón...- o se queda encerrado en sí mismo, en su autoindulgencia malsana de sentirse dañado, herido, ninguneado y excluido. Si se siente “menor” que su hermano, incapaz de perdonar, de creer que los pecadores pueden cambiar, dudando de la honestidad de quien quiere cambiar. Mirando al pecador solamente como el agresor que hace daño, incapaz de ver que no es el pecado el que identifica a las personas, y es que, aunque comentamos pecados todos, no es eso lo que nos define, sino la voluntad de cambiar. San Agustín recuerda que el santo no es el que nunca cae, sino el que siempre se levanta... y el Hijo Mayor, como tantas veces nosotros, no quiere o no sabe ver éso porque no ha hecho su propio proceso de humildad, de autoconocimiento y de sanación.
QUINTO: La fascinante figura del Padre domina toda la parábola, mostrándonos Jesús cuál es el rostro y las manos de Dios, cómo es el Buen Padre Dios en su relación con sus hijos, nosotros los humanos, no dejándonos siquiera terminar de pedir perdón cuando Él, que conoce el interior del hombre y está más dentro de nosotros que nosotros mismos, cuando conoce nuestro arrepentimiento, nuestro dolor por lo cometido, ya está preparando fiesta y alegría por haber recuperado a un hijo que se había perdido en el camino. Ya está recordándonos nuestra verdadera dignidad e identidad hermosa y alta como Hijos de Dios -el anillo en la mano, la túnica limpia, las sandalias nuevas-, cuando ni nos deja reparar el daño pues para Él con el perdón es como si nada ya hubiera pasado. Ya está olvidado. La misericordia infinita de Dios, el perdón incondicional del Padre, el reconocimiento del arrepentimiento y la bondad profunda de lo más íntimo del corazón del hombre, de su más profunda realidad como creaturas hechas a imagen y semejanza de Dios, nos hablan de nuestro Dios como el mejor Padre que puede existir, siempre dispuesto a acoger, a perdonar, a recuperar, dejándonos en la libertad de hacer nuestro propio camino, pero siempre con la puerta abierta para abrazarnos en su perdón.
CODA: La Cuaresma es un tiempo extraordinario para hacer el camino de la conversión y ese pasa sin duda siempre por reconocernos en humildad y realismo como pecadores necesitados de perdón, así que me atrevo a animarles y animarnos a acercarnos al sacramento de la reconciliación: el Buen Padre Dios está siempre dispuestos a abrazarnos, perdonarnos y devolvernos la dignidad de nuestra identidad, la de Hijos amados del Padre.
Fr. Vicente Niño Orti, OP