Alegría
“Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare tu camino” (cf. Mal 3,1). Esta promesa antigua, pronunciada por el profeta Malaquías, resuena con fuerza en el tiempo de Adviento. Es mucho más que una frase del pasado: es una clave para comprender lo que Dios sigue haciendo hoy en la historia humana y en la vida de cada persona. Dios no llega de improviso ni con violencia, sino que, con paciencia y ternura, envía un mensajero que prepara el corazón, despierta la conciencia y abre el camino a la esperanza.
En el Nuevo Testamento, la Iglesia reconoce en Juan el Bautista el cumplimiento de esta promesa. Él es el mensajero que precede al Mesías, la voz que clama en el desierto: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos”. Su figura se levanta en medio del Adviento como una llamada urgente y, al mismo tiempo, como una invitación llena de esperanza. Juan no anuncia castigo, sino conversión; no anuncia miedo, sino cercanía; no anuncia un final, sino un comienzo.
Hablar de Adviento es hablar de esperanza, pero también de alegría. Una alegría que no nace del consumismo ni de las fiestas superficiales, sino de la certeza de que Dios viene a nuestro encuentro. La alegría cristiana no es ignorar los problemas del mundo, ni cerrar los ojos ante el sufrimiento. Es, más bien, una confianza profunda en que Dios está actuando incluso en medio de la oscuridad. Juan el Bautista encarna esta alegría austera, sobria, firme. No se deja deslumbrar por el poder ni por las apariencias, porque sabe que lo verdaderamente importante está a punto de llegar: el mismo Dios que se hace cercano y camina con su pueblo.
Esperamos a una Persona viva, a Jesucristo, que quiere nacer nuevamente en nuestro corazón y en nuestro mundo. Juan el Bautista nos ayuda a comprender cómo debe ser esta espera: con humildad, con sinceridad, con valentía para reconocer lo que debe cambiar en nuestra vida.
Juan no se presenta como el protagonista. De hecho, su grandeza está precisamente en no querer ocupar el lugar que no le corresponde. Él entiende que su misión es señalar, no ser señalado; es preparar, no ocupar; es iluminar el camino, no convertirse en la meta.
En una cultura que nos invita a sobresalir, a competir, a ser vistos y reconocidos, Juan el Bautista nos ofrece un camino completamente distinto: el camino de la gratuidad y de la humildad. Él anuncia sin buscar recompensa, corrige sin condenar, invita sin imponer. Su vida es testimonio de que se puede ser feliz sirviendo a un propósito más grande que uno mismo. Esa es la auténtica alegría del Adviento: sabernos parte del plan de Dios, incluso en nuestra pequeñez.
“Preparen el camino del Señor”. Estas palabras no han perdido fuerza con el paso de los siglos. Siguen siendo una llamada actual. ¿Qué significa hoy preparar el camino? Significa abrir espacios de justicia donde hay desigualdad, de perdón donde hay rencor, de luz donde hay oscuridad. Significa revisar nuestras actitudes, nuestras palabras, nuestras decisiones. Significa, en definitiva, convertirnos. La conversión no es solo cambiar algunas acciones; es cambiar la dirección del corazón. Es volver a mirar hacia Dios y confiar nuevamente en su promesa.
La esperanza cristiana, que se manifiesta con especial intensidad en el Adviento, no es ingenua. No niega el dolor del mundo. Pero lo mira desde la certeza de que Dios tiene la última palabra. Juan el Bautista, incluso sabiendo que su camino lo llevaría al sufrimiento y a la muerte, no dejó de anunciar la verdad. Él confió hasta el final en aquel a quien preparaba el camino. Y esa confianza se transforma en modelo para nosotros: creer incluso cuando no entendemos todo, esperar incluso cuando parece que nada cambia.
El mensaje que Juan nos deja en el Adviento es claro: Dios ya está cerca. Aunque no siempre lo sintamos, Él viene. Viene en la Palabra, en la Eucaristía, en el hermano que sufre, en la alegría sencilla, en la paz que nace del perdón. Viene para salvar, no para condenar; viene para sanar, no para herir; viene para reconciliar, no para dividir.
El Adviento, entonces, se convierte en una escuela de esperanza. Y esa esperanza se traduce en alegría. No una alegría pasajera, sino una alegría que brota de lo profundo del alma. La alegría de saberse amado por Dios, esperado por Dios, buscado por Dios. La alegría de saber que nuestra historia, con sus luces y sombras, tiene sentido en sus manos.
Oración
Señor Dios,
tú no abandonas a tu pueblo en la oscuridad,
sino que, lleno de amor y fidelidad,
envías siempre un mensajero delante de Ti
para preparar tu camino en los corazones.
Hoy, en este tiempo santo de Adviento,
reconocemos en Juan el Bautista a ese mensajero
que gritó en el desierto con valentía y esperanza,
anunciando que la luz ya estaba cerca,
que la promesa comenzaba a cumplirse,
que el Reino de Dios estaba a las puertas.
Juan no trajo riquezas ni seguridades humanas,
no buscó honores ni reconocimiento;
trajo una sola cosa: la verdad que libera
y la alegría de quien sabe que Tú vienes.
Su voz fue llamada a despertar conciencias,
a derribar la soberbia,
a enderezar los caminos torcidos del corazón,
para que el Mesías pudiera entrar sin barreras,
sin muros, sin orgullos que lo rechazaran.
Señor Jesús, hoy te pido:
regálame la alegría del Adviento,
no una alegría superficial que pasa,
sino la alegría profunda de quien confía,
de quien espera,
de quien sabe que Tú cumples tus promesas.
Haz de mi vida un camino abierto para Ti.
Que mis palabras lleven esperanza,
que mis gestos preparen tu llegada,
que mi mirada anuncie tu amor.
Amén.

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