Es
curioso…
Curioso
pero iluminador.
Ayer,
martes santo, las lecturas de la Eucaristía nos situaban ante un Siervo de Yahveh,
en el libro de Isaías, que se sentía hundido ante el aparente fracaso de su
misión y el sinsentido de su vida y su tarea. Y en el evangelio, Jesús, “profundamente
conmovido”, descubría a sus discípulos la traición y la cobardía con las que
iban a pagar el amor de él por ellos. Era una ocasión propicia para afrontar
también las ocasiones en que nuestra existencia o nuestra fe nos conducen a ese
sentimiento tan duro, tan triste, tan desesperanzado como el sentimiento de ser
un fracasado.
Hoy,
miércoles santo, el tono es distinto. Nos sigue hablando el mismo Siervo de
Yahveh en Isaías, que se encuentra amenazado, perseguido. Y Cristo, en el
evangelio, quiere celebrar la pascua y denuncia a Judas su traición. Los mismos
escenarios y situaciones que ayer, pero sin sentimiento de fracaso, sino de
audacia, arrojo, seguridad en el triunfo final, serenidad ante la traición.
Los
dos tonos nos reflejan: somos vulnerables ante la dificultad, las decepciones,
los “silencios de Dios”, las respuestas negativas de los demás a nuestro
cuidado y desvelo por ellos. Pero también, que somos fuertes, a veces más de lo
que pensamos; que somos capaces de arrostrar dificultades, de gastar
generosamente la vida; de luchar para que el mal y la muerte no tengan la
última palabra; de sacar fuerzas de flaqueza en gestos, quizás pequeños e
ignorados, pero que significan y desarrollan lo mejor de nosotros mismos.
¿Cuál
es la clave para esa fortaleza en la
debilidad y la contradicción? El Siervo de Yahveh lo dice bien alto en Isaías:
“Mi
Señor me ha dado una lengua de iniciado,
para
saber decir al abatido una palabra de aliento.
Cada
mañana me espabila el oído,
para
que escuche como los iniciados.
El
Señor me ha abierto el oído y yo no me rebelado,
ni
me he echado atrás.
En
esta comunicación constante con el Señor a través de la oración que busca
situarse en la perspectiva de Dios y colaborar diligentemente en su acción
salvadora, el Siervo encuentra sentido vital y fortaleza:
“Ofrecí la espalda a
los que me golpeaban,
la mejilla a los que
mesaban mi barba.
No oculté el rostro
a insultos y salivazos.
La
comunicación entre Dios y el hombre, hecha de fe-confianza, esperanza activa e ilusionada
y amor ferviente y disponible es la
palanca absolutamente necesaria para mover el mundo y adelantar el Reino.
Creyendo, esperando y amando, el Siervo constata que:
Mi Señor me ayudaba,
por eso no quedaba confundido.
Por eso ofrecí el rostro como pedernal y sé que no quedaré
avergonzado.
Tengo cerca a mi abogado ¿Quién pleiteará contra mí?
En
el relato evangélico de hoy, Jesús sabe que Judas lo ha traicionado y que eso,
no por castigo de Dios, sino como consecuencia lógica del mal que pudre el
corazón del hombre, va a ser la destrucción de su discípulo. Un discípulo al
que se niega llamarlo “traidor”, ni a reducirlo a su pecado: es, ante todo y
sobre todo aquel “que ha mojado en la misma fuente que yo”, modo de indicar una
profunda comunión de vida, ilusiones, proyectos. Judas le “hará” traición, pero
Judas “es” su compañero entrañable. Por eso, cuando se encuentran es Getsemaní
a la hora de su prendimiento, Cristo lo recibe con la única expresión posible,
la que le sale del corazón: “AMIGO ¿a qué vienes?”
Jesús
también ha “sabido decir al abatido una palabra de aliento”.
Con
esa fuerza perdonadora, tan divina y tan humanizante, Jesús arrostra su propia
muerte en beneficio, como toda su vida y su resurrección, de todos nosotros.
Nosotros,
que a veces somos Judas, pero que tenemos que ser siempre como Jesús.
P. Francisco J. Rodríguez Fassio, OP
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