Sintiendo que las fuerzas le disminuían y presagiando próxima su partida de este mundo, el santo doctor pidió, con gran devoción, que le trajeran el viático de la peregrinación cristiana, el santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Después de que el abad cisterciense y los monjes se lo llevaran, postrado por tierra, débil de cuerpo pero fuerte de espíritu, fue con lágrimas, al encuentro de su Señor.
Luego en la presencia del sacramento del Cuerpo de Cristo, como es costumbre que se haga con todo cristiano en el momento de la muerte, se le preguntó si creía que en esa hostia consagrada estaba el verdadero Hijo de Dios, nacido del seno de la Virgen , colgado en el patíbulo de la cruz, muerto y resucitado por nosotros al tercer día, y él con voz libre y gran devoción unida a las lágrimas, respondió: “Creo verdaderamente y tengo por cierto que Él es el verdadero Dios y verdadero hombre, hijo de Dios Padre y de la Virgen Madre y creo con el corazón y profeso con los labios lo que el sacerdote me ha preguntado sobre este santísimo sacramento”.
Después de algunas palabras de devoción (según la adición recordada, ¡habrían sido las palabras del Adoro te devote!), al recibir el sacramento, exclamó: “Te recibo, precio de la redención de mi alma, por amor del cual he estudiado, he velado y trabajado; te he predicado y enseñado. No dije nada contra ti ni me obstino en mi opinión. Si en alguna parte hablé malamente de este sacramento, someto todo a la corrección de la santa Iglesia, en cuya obediencia paso de esta vida”.
Guillermo Di Tocco, discípulo del Santo
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