jueves, 28 de agosto de 2014

DOMINGO DE GUZMAN y la regla de san Agustín.


Como es sabido, la Regla de san Agustín son las normas que Agustín de Hipona redactó para organizar la vida de la comunidad cuando fundó el monasterio de Tagaste, en el norte de Africa, y si bien aquellas las elaboró en tres momentos distintos, en el fondo se reducen a una sola regla.

La regla del santo es la más antigua de Occidente, del siglo IV al siglo V. En ella regula las horas canónicas, las obligaciones de los monjes, el tema de la moral y los distintos aspectos de la vida en monacato.

Muchos monasterios africanos adoptaron las reglas de san Agustín. Siglos más tarde fueron también adoptadas por órdenes clericales como los premonstratenses (siglo XII), los propios agustinos (siglo XIII) y los dominicos, mercedarios o servitas (siglo XIII).

La  relación de santo Domingo con la regla de san Agustín tiene se remonta a los tiempos de aquel como canónigo de Osma. El obispo Martín de Bazán quiso establecer la vida regular entre los clérigos adscritos a la catedral de Santa María. Los animó particularmente a aceptar la vida común, la clausura y el silencio, favorecedores de la meditación, el estudio y la celebración del culto divino. En tales esfuerzos le precedió el obispo Beltrán, que fue quien convirtió el cabildo catedral en cabildo regular, en otras, palabras, en cabildo sometido a la regla de san Agustín.

Martín de Bazán fue apoyado en sus altos ideales por Diego de Acebes, insigne figura de aquél tiempo y del que ya se ha dado extensa razón en escritos anteriores. Éste, convertido en prior del cabildo buscó con esmero personas adecuadas para ayudar a la Iglesia particular en la marcha hacia nuevos derroteros, en plena sintonía con una restauración evangélica. Hasta Osma llegó la fama del joven Domingo, estudiante en Palencia, y averiguaron diligentemente cuál era el fundamento de semejante buena opinión. Tras confirmarse que era sólida, Martín de Bazán lo llamó e hizo canónigo de su iglesia catedral.

Domingo aceptó de buen grado la invitación que le hicieron para ir a la capital de su diócesis. Desde el comienzo en el Burgo de Osma se sintió plenamente centrado en el género de vida que se quería para el cabildo. En conformidad con la regla de san Agustín, cuya profesión mantendrá ya hasta la muerte, tuvo la caridad como norma suprema, ejercitada en la vida comunitaria, hasta lograr la unanimidad de alma y corazón en Dios y con los hermanos. Renunció en lo sucesivo a toda propiedad privada, y siguió con docilidad la fuerte llamada a la vida de oración, en las horas y tiempos señalados. Cuidó con esmero el clima de recogimiento en la Iglesia, para facilitar en aquel recinto la práctica de la oración. Se empeñó en poner en armonía el corazón y los labios en la celebración de la alabanza divina. Levó una vida austera, en la que entraban como componentes el ayuno y la mortificación. Alimentó su espíritu con la lectura, especialmente de las Escrituras Santas. Amó la belleza espiritual, y logró exhalar a través de su conversación el buen olor de Cristo.

Tan conocida, aceptada y seguida por fray Domingo fue la regla de san Agustín que cuando el papa Inocencio III le pidió a Domingo que, de acuerdo con sus hermanos, eligiera una regla aprobada sobre la que se apoyara su orden, tal elección no les resultó difícil. Optaron por la regla de san Agustín, llegando incluso a asumir también algunas observancia más estrictas relativas a comidas, ayunos, lechos y uso de vestidos de lana.

Incluso, cuando Domingo fue comisionado por el papa Honorio III, el cual llevó a la finalización un proyecto de su antecesor Inocencio III, para reunir en un monasterio a gran parte de las monjas de Roma, en concreto en el Monasterio de San Sixto, reconstrucción de la antigua basílica paleocristiana del mismo nombre, que databa del siglo V, organizó la vida en el nuevo monasterio a partir de la regla de san Agustín. Aunque se conoce como regla de san Sixto, es de suponer que santo Domingo trasladara a esta regla buena parte de cuanto reglamentaba la vida de sus hermanas de Prulla, Tolosa y Madrid, pero se mostró receptivo a otras disposiciones que procedían, por ejemplo, de la regla de san Benito o de los canónigos de Sempringham. En la regla de San Sixto se proyecta con claridad la fisonomía de santo Domingo como animador de una vida religiosa en constante renovación.


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PRECES por las Vocaciones Dominicanas:

Acoge las vidas de contemplación y oración de las monjas dominicas,
         que encuentren en la construcción del Reino su recompensa y reciban nuevas vocaciones que continúen su vida de amor.




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